El misterio de la Nochebuena

El misterio de la Nochebuena

Todos nosotros hemos sentido alguna vez una tal felicidad en la Nochebuena, aun cuando el cielo y la tierra todavía no se han unido. La estrella de Belén es todavía hoy una estrella en la noche oscura. Apenas dos días después se quita la Iglesia las vestiduras blancas y se reviste del color de la sangre, al cuarto día del morado de la tristeza. San Esteban, el Protomártir, el primero que siguió al Señor en el martirio y los Santos Inocentes de Belén y de Judá, los niños de pecho brutalmente degollados por los soldados de Herodes, son el cortejo del Niño en el Pesebre. ¿Qué significa esto? ¿Dónde está el júbilo de los ejércitos celestiales? ¿Dónde está la callada beatitud de la Nochebuena? ¿Dónde la paz sobre la tierra? «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Pero no todos tienen buena voluntad.

Es por eso que el Hijo del Eterno Padre tuvo que bajar desde la grandeza de su gloria a la pequeñez de la tierra, ya que el misterio de la iniquidad la había cubierto de las sombras de la noche.

Las tinieblas cubrían la tierra y Él vino a nosotros como la luz que alumbra en las tinieblas, pero las tinieblas no lo recibieron. A aquellos que lo recibieron, les trajo Él la luz y la paz; la paz con el Padre del cielo, la paz con todos aquellos que igualmente son hijos de la luz y del Padre celestial y la profunda e íntima paz del corazón. Pero de ninguna manera la paz con los hijos de las tinieblas. El Príncipe de la paz no les trae a ellos la paz sino la espada. Para ellos es él piedra de tropiezo, contra la cual chocan y se estrellan.

Esta es una verdad difícil y muy seria que no debemos encubrir con el poético encanto del Niño de Belén. El misterio de la Encarnación y el misterio del mal están muy íntimamente unidos. Frente a la luz que ha venido de lo alto se vuelven las tinieblas del pecado tanto más oscuras y lúgubres. El Niño del pesebre extiende sus bracitos y su sonrisa parece predecir lo que más tarde pronunciarán los labios del hombre: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré» (Mt 11, 28). A aquellos que escucharon su llamada, a los pobres pastores, a quienes el resplandecer del cielo y la voz de los ángeles les anunciaron la buena noticia en los campos de Belén y que, poniéndose en camino, respondieron a esa llamada diciendo: «Vamos a Belén» (Lc 2, 15); también a los reyes que desde el lejano Oriente habían seguido con fe sencilla la maravillosa estrella, a todos ellos les fue derramado el rocío de la gracia que emanaba de las manos del pequeño Niño y fueron «colmados de un gran gozo» (Mt 2, 10).

Esas manos conceden y exigen al mismo tiempo: vosotros sabios, deponed vuestra sabiduría y hacéos sencillos como niños; los reyes, entregad vuestras coronas y vuestros tesoros e inclináos humildemente ante el Rey de los Reyes y aceptad sin titubeos los trabajos, penas y sufrimientos que su servicio exige. De vosotros niños, que no podéis dar nada todavía voluntariamente, de vosotros toman las manos del Niño Jesús la ternura de vuestra vida, antes casi de que haya comenzado. Ella no podría ser mejor empleada que en el sacrificio por el Señor de la Vida. (…)

Estas son las figuras de la luz que se arrodillan en torno al pesebre: los tiernos niños inocentes, los fieles pastores, los humildes reyes, San Esteban, el discípulo entusiasta, y Juan, el apóstol del amor.

Todos ellos siguieron la llamada del Señor. Frente a ellos se extiende la noche cerrada de la incomprensible dureza de corazón y de la ceguera de espíritu: la de los escribas, que podían señalar con exactitud el momento y el lugar donde el Salvador del mundo habría de nacer, pero que, sin embargo, fueron incapaces de deducir de allí un decidido: «Vamos a Belén» (Lc 2, 15); y la del rey Herodes que quiso quitar la vida al Señor de la Vida.

Frente al Niño recostado en el pesebre se dividen los espíritus. Él es el Rey de los Reyes y Señor sobre la vida y la muerte. Él pronuncia su «sígueme» y el que no está con Él está contra Él. Él nos lo dice también a nosotros y nos coloca frente a la decisión entre la luz y las tinieblas.

Edith Stein
El misterio de la Nochebuena

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